El discurso

Ni bien despegamos del aeropuerto de Ezeiza, en Buenos Aires, mi abuelo me leyó por segunda vez el discurso que había preparado. Debía pronunciarlo en París, en una cena de gala en donde periodistas de todo el mundo –en su mayoría jubilados– se reunirían para festejar el fin del siglo.
En los días previos al viaje pareció rejuvenecer varios años, pues lo habían invitado especialmente para hablar sobre el Mahatma Gandhi, a quien le había hecho un reportaje que causó sensación en su momento.
Mi abuelo temblequeaba un poco, pero su estampa era digna para los ochenta y cuatro años que cargaba en su mochila. Era simpático, seductor y sus comentarios ocurrentes eran festejados por todos. Vestía con elegancia y no dejaba pasar la oportunidad de informar los años que tenía a sabiendas que lo adularían, ya que aparentaba bastante menos. Pero su mayor orgullo era su cabello abundante, brilloso y totalmente blanco.
Llegamos al aeropuerto de Madrid en donde transbordaríamos hacia París a las pocas horas pero el mal tiempo reinante, que obligó a suspender los vuelos por veinticuatro horas, hizo imposible tomar el avión para llegar a tiempo a destino.
El abuelo puso verdadero empeño al decirme que no era tan importante asistir a la cena en Francia, pero su actitud y sus ojos expresaban lo contrario. De todas formas me aseguró que a la noche saldríamos “de copas” por ahí.
Por la noche, luego de cenar, en el hotel descubrí para mi asombro que al volver de la habitación a la que subió con una excusa, vestía el frac que se iba a poner en la cena de gala. Pese a mi insistencia no logré que cambiara de opinión con respecto a su indumentaria.
Pedimos un taxi y el abuelo indicó una dirección. Después de un rato el auto se detuvo en una antigua taberna. Tenía una puerta de madera maciza y ventanales con vidrios repartidos en distintos tonos que no permitían observar hacia adentro. En el trayecto me comentó que muchos años atrás, cuando vivió circunstancialmente en España, venía a este lugar casi a diario.
Pagué el viaje, ayude a bajar al abuelo y lentamente nos acercamos a la puerta del lugar. Abrí, me asomé tímidamente y pude observar el lugar en donde varios jóvenes, distribuidos en una decena de mesas, gritaban para escucharse debido al volumen de la música. Giré como para irnos, pero el abuelo que había mirado por encima de mi hombro, dijo: es aquí. Intenté disuadirlo pero una vez más fue inútil y entramos.
El salón estaba en un desnivel varios escalones más abajo que la entrada. A medida que notaron nuestra presencia fueron acallándose las voces, coincidiendo con la finalización del tema musical.
Un silencio incómodo, denso, interrumpido solo por algunas risas espaciadas se prolongó demasiado. Yo estaba a punto de decir algo cuando el abuelo, quizás por sentirse observado y como en un escenario por sobre la gente, dijo: “He venido de Argentina, acompañado de mi nieto a festejar el fin del siglo. Debíamos estar en París, en una cena de gala en donde tenía que hablar del Mahatma Gandhi, pero no pudimos viajar.”
Una voz burlona desde el fondo del salón gritó: ¡Hable aquí entonces! Y el abuelo no necesitó que le repitieran la invitación...

“Gracias... –dijo– Tenía un discurso preparado... pero a ustedes les hablaré con el corazón.”

Yo no supe cómo reaccionar. La escena era surrealista, parecía sacada de una película de Fellini. Un hombre de ochenta y cuatro años, de frac, un sábado a la noche interrumpiendo la música y la actividad de una treintena de jóvenes, que tras algunos comentarios, sonrisas y cruces de miradas volvieron a hacer silencio y empezaron a escuchar.

“Hay gente -continuó- que sólo sabe que Gandhi liberó a la India de los ingleses sin usar la violencia, lo cual por cierto no es poco. Aunque lo peor es que hay muchos que no saben quién fue el Mahatma Gandhi. Yo no relataré aquí las proezas que realizó ni la forma en que lo hizo. Eso está en los libros y a quien le interese lo puede leer. Yo les contaré cómo lo conocí y qué hicimos durante la entrevista que le realicé. Les puedo asegurar que ni el más imaginativo de ustedes lo adivinaría”.

Quien parecía dueño del lugar, que amagó en un principio dirigirse hacia nosotros, se acodó en la barra y se dispuso a escuchar.
Mientras el abuelo hablaba observé el paulatino cambio de actitud de los oyentes. Los ojos fijos, mentones apoyados en las manos, concentrados y con una actitud respetuosa que agradecí con el alma. Lograron que en las pequeñas pausas que tenía el relato, se escuchara el silencio.
El viejo periodista hablaba pero no hacía gestos. Solo de tanto en tanto se acicalaba su bigote con dos pasadas lentas de los dedos pulgar e índice, para llevar luego su mano a la solapa del frac, como sosteniéndose de ahí.

“La tarde que lo conocí -continuó el abuelo- hacía un calor terrible. Me habían encargado una nota para el diario La Nación, de Buenos Aires”.

Se fue creando poco a poco un clima mágico. Les contó que conoció al Mahatma en el ashram, que era un conjunto de chozas en donde vivía con muchos de sus seguidores y que el reportaje del cual se hablaría durante años lo realizó mientras le ayudaba a Gandhi a lavar las letrinas, tarea que era rotativa y que le tocaba al líder religioso el día de la entrevista.
Yo continuaba observando cómo los jóvenes, que normalmente demuestran indiferencia hacia lo histórico, se encontraban como hipnotizados por relato y relator. Alguien que transitó todo el siglo, que usó desde telégrafo a teléfono celular, de radio a galena hasta televisión satelital, los encandilaba con sus palabras.
El mesero postergó con ademanes un par de pedidos que le hicieron del mismo modo y continuó escuchando al abuelo, quien contó que Ghandi no discriminaba, protegía a los parias luchando para que desaparezcan las castas en la India y que dejó de tomar leche cuando se enteró la forma en que maltrataban a vacas y cabras para que rindieran más.
Les hizo ver también que ese hombre que fue reconocido mundialmente, recibido por estadistas, personalidades políticas, religiosas y de la cultura, venerado y admirado por el mundo entero, finalizó sus días con sus sandalias, sus anteojos, su libro de salmos, un reloj, una cuchara y un plato como únicos bienes materiales.
El abuelo finalizó con estas palabras:

“Nadie como Gandhi en este siglo vivió según las enseñanzas de Jesús y paradójicamente no era cristiano. Tres frías balas, tres injusticias de plomo que un fanático religioso impulsó en su locura, terminaron con la vida del hombre más destacado del siglo en mi modesta opinión, el Mahatma Gandhi”.

Tomó con ambas manos la solapa del frac y se quedó inmóvil, con la mirada perdida y el ayer hecho sombra en sus ojos. Tras unos segundos empezaron los aplausos que fueron creciendo hasta generar lo que sentí como la ovación más emocionante que me tocó presenciar.
Una chica de la mesa más cercana se levantó cediéndole el lugar al abuelo, quien bajó los escalones y en forma galante hizo una reverencia y la besó en la mano. Y poco a poco, espontáneamente, fueron acercando sillas formando un semicírculo en torno a él.
Se habló de Argentina, de nuestros dolores, nuestros muertos y nuestras esperanzas. De la corrupción, de la droga, de Maradona y de Dios. Hablamos de España, de su gente, de su futuro y del siglo que terminaba. Volvieron a preguntarle sobre Gandhi, sobre su forma de vida y su ejemplo.
Terminamos de madrugada cantando tango todos juntos. El dueño del lugar nombró al abuelo visitante de honor, lo que motivó un nuevo brindis.
Nos llevaron hasta el hotel y nos despidieron con mucho afecto, como si nos conocieran desde siempre.
Ya en la habitación el abuelo sirvió dos copas.

— Fue la mejor noche de mi vida –comentó– al menos de las que pasé vestido –agregó guiñando un ojo.
— El último brindis, abuelo –le dije con una sonrisa pero sermoneándolo.
— Un amigo árabe me dio un consejo que yo te recomiendo: nunca digas “el último brindis” –me contestó y apuró su bebida.

Lo ayudé a acostarse y lo arropé. Estaba muy cansado y se durmió enseguida. A mí el sueño me venció rato después, mientras miraba el rostro de mi abuelo que seguramente soñaba con el mejor discurso de su vida.

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