El interventor

Después de dos golpes fuertes y secos en la puerta, el hombre, sin esperar respuesta, ingresó interrumpiendo nuestra clase de teoría y solfeo. Sin decir una palabra observó con detenimiento el aula y a cada uno de nosotros y se permitió abrir un armario metálico que estaba a un costado y revisar su contenido; luego, mientras repetía el tic de levantar el mentón como si le ajustara el cuello acorbatado de su camisa, le dijo a la profesora:
— Soy Héctor Milcocchi, el nuevo director del Conservatorio
— Yo soy la profesora Diéguez, Estela Diéguez, y acaba de interrumpir mi clase, señor –y remarcó el ’señor‛ con acentuación de antónimo.
El director se sacó los anteojos con exagerada lentitud, mordió levemente la punta de una de las patillas y de inmediato la utilizó para apuntar a la docente.

— Sé muy bien quien es usted, Diéguez.
— Profesora Diéguez. –interrumpió la mujer.
— Si…profesora Diéguez, le repito, sé muy bien quien es usted.

El hombre se acercó a la ventana que daba al playón, sobre la esquina de Sarmiento y Paraná, por donde todavía entraba el sol de la mañana, miró unos segundos los oscuros nubarrones que se acercaban y dijo al tiempo que giraba hacia nosotros levantando el índice de su mano derecha:
— Este es el Conservatorio Municipal Manuel de Falla y muchas cosas deben cambiar aquí; muchas cosas van a cambiar para recuperar el prestigio que hasta no hace mucho tiempo tuvo –y luego de mirar de reojo a la profesora y a los ojos a cada uno de nosotros se retiró sin siquiera saludar.

En los días sucesivos se presentó en cada clase. Su ingreso estaba acompañado por el marcado taconeo de sus abotinados zapatos marrones.
A la semana y media llegó presentando el reemplazante de la profesora Diéguez, la cual según nos dijo había sido separada de su cargo.
Milcocchi empezó exigiendo vestimenta que él llamaba adecuada y nos hacía sentar siempre en el mismo lugar y con los bancos en filas, no en semicírculo como acostumbrábamos ubicarlos antes.
Hizo sacar carteles y afiches de todo tipo. El lugar perdió su calidez y se fue convirtiendo en una pesadilla parecida a una clínica por lo silenciosa y pulcra. Sin vida, como sin música, paradójicamente.
Los conciertos populares que estaban programados se reemplazaron por audiciones en el salón de actos, con intérpretes y público ajenos al establecimiento.
Con Milcocchi nos vimos y nos odiamos. Él no soportaba mis remeras de colores, mi pelo largo y mi barba. Yo odiaba sus trajes grises, su colonia barata y su pelo engominado.
A él le molestaba mi rebeldía juvenil y a mi su rectitud hipócrita y su mirada de perro siberiano.
Yo hablaba de música y él de corrección, rectitud y acatamiento.
El era un interventor nombrado por una junta militar que no dejaba soñar y yo un estudiante con el puño izquierdo en alto.
Yo disfrutaba con Sui Géneris y los Rolling Stones y él con las películas de Palito Ortega en la Escuela de Mecánica de la Armada.
Él era estructurado y yo creativo.
Yo fui amigo de las chicas con que estudié y él un mirón que observaba, con una mano en el bigote y la otra en el bolsillo de su pantalón, cuando subían la escalera en minifalda.
Nunca pudo verme serio ni asustado, no lo logró.
La última vez que lo vi fue cuando conté –sabiendo que escuchaba– el chiste de los dos generales cornudos.
Me expulsó del conservatorio y seguramente fue él quien se ocupó de mi futuro.

Hoy, muchos años después, a él lo escrachan los cacerolazos del pueblo y vive encerrado en su departamento.
A mi no me fue permitido tener sueños, ni tocar mi guitarra, ni levantar banderas de libertad.

Y todo esto, necesariamente, hoy otro lo ha escrito por mí.

2 comentarios:

Silvia Macario dijo...

Sigo leyendo y me quedo acá a vivir.
Toda esta obra merece ser publicada.
No lo intentaste?

Manuel dijo...

Es increible el nivel de "gente" que tuvimos en esos años.
En la facultad era lo mismo (yo iba a la archisubersiva exactas), tal vez peor.
Directamente nos metieron un destacamento de la montada al lado del laboratoria de bajas temperaturas.
A mi cuñada la hecharon de la Marina Mercante por "potencial subversiva". Y la sacó barata.
Visto a la distancia era un mundo como el de las puertitas del Sr. Lopez, pero sin puertitas y con Lopez con el látigo.
Si no hubiera sido tán trágico, llevaría a la risa. Como esas películas de Palito Ortega que uno las ve y se ríe, pero no por cómicas por malas.