Galgueando

Como cada mañana Juan sale de su casa acompañado de sus dos galgos, cruza a la plaza de enfrente y se sienta en el mismo banco hasta que el sol toca su cabeza.
De mediana estatura, tiene el pelo grasoso y abundante a los lados, largo sobre la nuca y una calvicie híbrida con escasos mechones nevados. Recostado contra uno de los apoyabrazos del banco alisa distraído su camisa incolora que no recuerda la plancha. Lleva abrochados los tres botones que le quedan a la prenda. Restos de crema pastelera de las facturas que devora caen sobre su pantalón gris arratonado. Calza zapatillas inhallables en la más ventajosa liquidación de la más barata de las tiendas, que no combinan con las medias de vestir marrones enrolladas hacia el tobillo.
Prende el tercer cigarrillo del día. El primero en la cama al despertar y el segundo en el baño iniciaron su rutina tabacal. Acaricia una barba de días, y sin percibirlo la ceniza cae desde su hombro hasta detenerse en su muslo flaco.
Mientras tanto los galgos, del tipo inglés, corretean sin demostrar demasiado entusiasmo quizás por lo rutinario de la salida. El macho, un animal negro y viejo, conserva sin embargo la elegancia de su raza con su lomo ancho, arqueado y profundo, cabeza alargada y estrecha con orejas pequeñas. La hembra, visiblemente más joven y de color gris, suma a los atributos de su compañero ojos brillantes e inteligentes y flancos delgados y fibrosos. La cola de ambos disminuye hacia la punta y se curva ligeramente hacia arriba completando la estructura ideal para desarrollar velocidad.
Juan los trajo hace tres años cuando volvió a Buenos Aires desde Mar del Plata en donde fue sereno del canódromo. El Morocho tenía en ese momento cinco años y Olivia era una cachorrita hija de un ganador de varias carreras, pero un problema en una pata visible sólo a los ojos de un criador experto, la descalificaba para preservar la pureza de la raza, motivo por el cual se la regalaron.
Juan espera a su compadre para hablar sobre lo que vienen planeando hace tiempo y con lo que esperan mejorar su pésima situación económica. Piensa de donde sacar un mango pues las changas que hace le alcanzan apenas para puchos, comida y los servicios de su casa. Los impuestos hace meses que no los paga y no tiene plata ni para las apuestas de quiniela que fueron diarias durante años.
Mientras se rasca la axila izquierda por dentro de la camisa y aleja con un ademán histérico un mosquito zumbón, escucha la voz inconfundible de Omar Candiotti que apareciendo por detrás, le hace dar un respingo.
- ¡Qué hacés Juan! -le grita palmeándole el hombro al tiempo que descubre la mitad de una factura que quedó justo en la ranura entre las maderas del banco, sólo porque Juan no la vio.
- Acá estoy, esperando que empiece el concierto.
- ¿Que concierto? - pregunta sin pensar agarrando rápidamente el resto de la factura, que será su único desayuno.
- ¿Sos o te hacés, no sabés que te estoy esperando desde temprano como habíamos quedado? - contesta ásperamente.
- Tuve problemas para salir de la pensión, me trepé al limonero para esconderme de doña Elvira por la plata que le debo. La vieja en cualquier momento me corta el chorro y me mudo con vos.
- Solamente borracho podría aceptar que vengas a vivir a casa -respondió Juan al momento.
- Entonces cualquier noche de estas me mudo...
Hablan del tiempo y de fútbol hasta que deciden ir al grano y empiezan a hablar del día “clave” como gustan en llamarlo, y para sorpresa de Candiotti Juan le dice que si sólo es posible realizarlo los viernes, tiene que ser esa misma noche, sin más demoras. Al tiempo que retuerce su camisa con ambas manos, le explica los motivos que justifican su afirmación. Se sienta de costado enfrentando totalmente a su aturdido oyente, que con la mirada perdida analiza los argumentos de su compadre. Olivia se le acerca a su amo, le huele las manos y él lo toma como una señal. Será esta noche.




Después que cuelga el teléfono, Aurelia se sienta nuevamente en el sillón y sube el volumen del televisor, pero se queda pensando en la llamada que le anunció que vendrán hoy por la noche a buscar a Dalton para su entrenamiento del fin de semana en lugar del sábado por la mañana como es habitual. Su patrón no le avisó nada pero adjudica el hecho a las múltiples ocupaciones y al apuro con que salió hacia el Instituto donde dicta el curso de los viernes.
Al rato suena el timbre y Aurelia atiende por el portero-visor. Un hombre con guardapolvo blanco le anuncia que vienen a buscar al perro, como habían quedado. La mujer llama al celular de su patrón para confirmar que puede entregar el animal, pero el aparato está desconectado. La sorprende el hecho que un veterinario venga en persona pero finalmente va a buscar a Dalton y lo entrega sin más.

- ¿Habrá sospechado? -pregunta nervioso Candiotti que está al volante, al tiempo que abre la puerta del acompañante.
- No creo -contesta Juan mientras ubica al gran campeón en el piso y entre sus piernas.
Por suerte la mujer no se detuvo a observar lo mal que le quedaba el guardapolvo al supuesto veterinario ni la camioneta desvencijada con que se presentaron. La han pedido prestada con la excusa de la mudanza de un familiar desalojado.

- Doctor, ¿después me toma la presión? -pregunta irónicamente Candiotti algo más relajado pero sin dejar de mirar al perro con desconfianza.
- No te hagás el vivo y fijate por donde vas, lo único que falta es que nos pare la cana. ¡Ah! y haceme acordar que mañana le devuelva el guardapolvo al maestro que vive al lado de la rotisería. -le contesta Juan.
- ¿Y que le dijiste cuando se lo mangaste?
- Que tenía un baile de disfraces, otra no se me ocurrió -contesta Juan limpiando la baba con que lo moja el perro que jadea constantemente.

Continúan el trayecto haciendo planes de cómo y dónde pondrán el criadero de galgos ingleses más próspero de la zona oeste. Hablan sobre la cantidad de cachorros que puede tener una perra en cada lechigada, el precio de venta, las carreras del nuevo canódromo de Villa Gesell y de cómo devolverán al perro, ya que su intención no es quedárselo para evitar problemas con la policía.
Al llegar entran a la casa de Juan e inmediatamente comienza el trío de ladridos. El Morocho y Olivia desde la habitación en que están encerrados y Dalton desde la cocina a donde lo han puesto momentáneamente.
Candiotti y Juan en el otro ambiente se trenzan en una discusión grotesca, porque Juan no puede entender que recién ahora le confiese su compadre que les tiene miedo a los perros cuando están en lugares cerrados.

- ¡Todo lo que vos quieras! -grita Juan- Pero hay que juntar a Dalton con Olivia y vos me vas a ayudar.
- Yo conseguí la camioneta, y vos no me lo reconocés. -protesta Candiotti.
- ¿Qué tiene que ver eso? -grita tratando de tapar el concierto de ladridos que parece aumentar de volumen con los minutos.

Pero en definitiva Juan se tiene que arreglar solo. Mientras Candiotti se esconde detrás del viejo sillón de dos cuerpos, su compadre entreabre la puerta donde están sus perros enfurecidos. Con mucho esfuerzo logra sacar al Morocho y con la correa lo arrastra hasta el baño en una suerte de cinchada, ya que su perro tira hacia la cocina con una fuerza impensada para sus años. Cuando logra su cometido Juan queda tan exhausto que se deja caer en una silla, mira el techo descascarado y sólo resopla agitadamente.

- Juan... -lo interrumpe Candiotti frunciendo la cara con el gesto infantil de quien tiene que confesar algo inconfesable.
- ¿Qué te pasa? -contesta molesto.
- No te vayas a enojar... -y su voz tiene un dejo de súplica.
- ¡No me enojo! ¿Qué te pasa ? -grita exasperado.

Con voz apenas audible, apoyándose en la pared y frunciendo el entrecejo dice:

- Es que tengo ganas de ir al baño...
- ¿Me estas cargando? ¡Decime que me estás cargando, no lo puedo creer! ¿Cómo hacemos ahora ?

Candiotti mira a su compadre, gira la cabeza clavando los ojos en un jarrón azul que está sobre una mesa petisa y repite el movimiento un par de veces con gesto desesperado.

- ¡Ni se te ocurra, es el jarrón de mi abuela que es lo que más quise en el mundo, salí y andá a la pizzería! -grita Juan al tiempo que se incorpora.
- ¡Son dos cuadras, no llego! -lloriquea Candiotti cruzando las piernas, apretando los labios mientras entorna los ojos y se agarra el único sitio de su anatomía que mitiga un poco su ansiedad.
- ¡En el jarrón de mi abuela no! -vocifera una vez más Juan mientras los tres perros continúan ladrando sin parar cada vez más nerviosos.

En ese preciso momento golpean a la puerta. Es la vecina que extrañada por el alboroto inusual quiere averiguar qué pasa. Juan la tranquiliza con una sonrisa falsa y a los gritos para que lo escuche le dice que todo está bien. La toma por ambos brazos y la ayuda a girar empujándola hacia afuera. La señora no se va muy convencida porque nunca escuchó ladrar tanto a los perros y además porque antes de retirarse observó, por sobre el hombro del dueño de casa reflejado en un espejo, como un señor orinaba a las apuradas en un jarrón azul.
Tras cerrar la puerta Juan entra con la única idea de llevar a Dalton junto a Olivia, a la cual se le está por retirar el celo en cualquier momento. Se dirige hacia la cocina, pero cuando abre la puerta el animal le gruñe y se torna agresivo obligándolo a cerrar de inmediato. Los tres canes rasguñan la puertas con desesperación y siguen ladrando y ladrando, quizás en el intento de establecer un nuevo récord para su prestigiosa raza.

- ¿Cuándo vamos a devolver el perro? -pregunta Candiotti en un alarde de inoportunismo dificil de superar.

Juan lo mira y no responde, no piensa, no razona. Toma de un armario un acolchado viejo, se dirige a la cocina y entra arrojándolo sobre la cabeza del gran campeón que ladra sin parar, lo levanta en vilo, cruza la habitación y abre la puerta en donde ladra Olivia y lo arroja adentro cerrando en forma inmediata. Vuelve sobre sus pasos, se sienta en la silla con las piernas juntas, los codos apoyados sobre las rodillas y la cara sobre ambas palmas y no quiere hacer nada ni escuchar a nadie, sobre todo no quiere escuchar un solo ladrido, aunque haya dejado a los dos animales dando vida a nuevos ladradores.
El viejo reloj de péndulo que milagrosamente no fue vendido todavía en alguna casa de antigüedades marca las seis de la mañana. Juan espió toda la noche a través de la claraboya, subido en una escalera. Olivia no aceptó a su pretendiente, que después de muchos intentos se retiró a dormir sobre una alfombra deshilachada soñando con cacerías de liebres en campos abiertos. Ella descansa también, pensando quizás en otro galán que respete sus tiempos para el amor. El Morocho sigue en el baño. Candiotti está despatarrado dormido en el sillón hace largo rato. Juan va y viene por la habitación tratando de desandar su frustración. De repente huele algo que lo saca de un trompazo de sus pensamientos. Levanta imperceptiblemente la nariz imitando de manera inconsciente a sus perros y se acerca husmeando al jarrón, descubre su contenido y putea por lo bajo. Respira lo más profundo que le permiten sus pulmones maltrechos y exclama:

- ¡Ayudame abuela, vamos a despertar a Candiotti! -y lentamente da vuelta el jarrón vaciando su contenido en la cabeza de su compadre, quien por el cansancio de la noche tan movida más la ayuda de una botella de whisky barato que encontró y bebió a escondidas, ni se inmuta.
Juan deja el jarrón, busca un cigarrillo que no encuentra, se sienta vencido en la silla, cierra los ojos tapándose la cara con las manos y luego amanece.

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