La libranza judicial

Cuando lo tiraron por debajo de la puerta yo estaba tomando unos mates, solo, sentado en uno de los dos sillones de caña. Resignado miré el sobre y putié en voz alta. Cuando fui hasta la cocina le pasé a propósito por arriba, pisándolo, empecinado en no abrirlo. Volví con el agua a punto y me senté nuevamente mientras recordaba que en los quince meses que vivía en ese departamento nunca había recibido nada que pudiera alegrarme, solo cuentas por pagar o reclamos judiciales.
El sobre alargado seguía en el piso, como un correo electrónico sin abrir. Yo cada tanto lo miraba con recelo, suponiendo que sería una nueva citación por mi divorcio. Dos años de separado y me seguían llegando papeles. Qué más reclamarían si mi ex mujer se quedó con los chicos, la casa, el auto, el treinta por ciento de mi sueldo y con el abogado que la asesoró.
Me cacheteó el sonido del teléfono. Era mi vieja para saber cómo estaba, quería verme. Le dije que muy bien, qué le iba a decir. Ella andaba deprimida porque veía poco a sus nietos, los extrañaba a ellos y a mí. Ni bien me separé volví con mis padres, pero era muy triste −más triste que estar solo− ser nuevamente el nene.
Mi mamá parecía contenta con mi separación porque me tenía cerca, todo para ella, según decía. Pero me fui y compré el ambiente en el que vivo todavía. Está orientado al contrafrente, no es muy grande y tiene un poco de humedad pero da al pulmón de manzana, aunque más que pulmón, éste parece un riñón podrido. El mobiliario es simple: dos sillones de caña, un diván-cama, una lámpara y la mesa plegable que usábamos para ir de campamento.
Cebé otro mate y me decidí, caminé tres pasos hasta el sobre, lo tomé y lo abrí, sin anestesia. Efectivamente era de Tribunales: me citaban del juzgado Civil en donde tramitó el divorcio porque tenía que cobrar un remanente descontado de más. No figuraba la cifra pero lo que fuera sería bienvenido.
Al día siguiente avisé en el trabajo que llegaría más tarde y fui al juzgado a primera hora. Llegué a las siete y veinte, diez minutos antes que abrieran. Una chica, en mesa de entradas, me informó que se iba a demorar la entrega del cheque porque faltaba una firma. Me puse a charlar con un abogado que protestaba porque le hacían perder tiempo y que para él el tiempo era su trabajo y que iba a presentar una queja ante la Corte Suprema y que la justicia argentina no tenía solución mientras los inescrupulosos de siempre siguieran en el poder y que el Colegio de Abogados estaba de adorno pero bien que le cobraban las cuotas todos los meses y que con él no iban a joder y que presentaría un recurso de amparo y que me dio su tarjeta y continuó con otro montón de términos jurídicos que no recuerdo y que se iba a hacer un trámite a la fiscalía de no se dónde y que le cuidara el lugar y que por fin se fue. Después de la segunda aspirina se me pasó el dolor de cabeza.
El juez llegó a media mañana diciendo que se había demorado en una clase de Derecho Público en la facultad. El abogado charlatán, que había vuelto, me comentó al ver entrar al magistrado con un bolso en la mano y el pelo mojado, que seguramente venía de jugar al tenis.
Llamé dos veces a mi trabajo para justificar la demora. Finalmente, después de hacerme firmar un montón de papeles, que leí con exagerado detenimiento ante la cara larga de la empleada, me entregaron el cheque que tenía un tamaño bastante más grande que los comunes y una cifra bastante más chica de lo que esperaba. Me dijeron que lo pagaban en el primer piso del banco judicial, sobre la calle Uruguay y que llevara el Documento Nacional de Identidad.
― No traje el DNI señorita −exclamé−, tengo la cédula nueva, la que le mostré a usted, la del MERCOSUR, tiene el número del documento y está actualizada.
― Me parece que con eso no le pagan −me contestó sin demasiada seguridad− no sé, averigüe.
― Con la cédula, aunque sea nueva, no le pagan −comentó un hombre que estaba apoyado en el mostrador−. Le cuento −siguió mientras se acercaba− yo cobro en cuotas y tengo que traer todos los meses la libreta de enrolamiento, aunque la foto es de mis dieciocho años, estaba flaco y con jopo y ahora peso cuarenta kilos más y estoy pelado. Los muchachos que me atienden siempre, en el banco, me explicaron que las normas no permiten pagar con la cédula.
Le agradecí la atención, salí del juzgado que estaba en el séptimo piso, y decidí bajar por la escalera porque al ascensor lo esperaba mucha gente y no quería perder más tiempo.
En Corrientes y Talcahuano pregunté por la calle Uruguay y me indicaron enseguida, estaba a una cuadra.
Ni bien entré al banco un empleado me confirmó que no autorizaban el pago con cédula y que no podían hacer excepciones. Salí y tomé un taxi hasta mi departamento, le pedí al chofer que me esperara, busqué el documento de identidad y volví en solo cuarenta minutos.
Ingresé nuevamente al banco y me dirigí −según me habían indicado en el juzgado− al primer piso. El lugar era muy chico, enseguida un hombre de seguridad dijo sin preguntarme nada: “tiene que subir otro más…éste es el entre piso, ¿no vio el cartel?” El cartel estaba tapado por una planta alta, un palo de agua.
Seguí subiendo pero en la escalera había un montón de gente que estorbaba el paso. Caminé varios metros buscando la ventanilla en donde tenía que hacer efectivo el cheque hasta que alguien me gritó: ¡a la fila, viejo, no se haga el vivo!
Regresé buscando el final de la cola. A los pocos segundos me encontraba molestando el paso en el quinto escalón de la escalera que era precisamente donde estaba el último. Una nena a la que vi de espaldas me recordó a mi hija, a la que ahora solo podía ver, al igual que a su hermano, los martes, jueves y sábados o domingos. Algunos fines de semana ni siquiera los veía porque iban a un club de campo donde tiene casa el ex abogado de mi ex esposa, pero me resigno porque lo pasan mejor allá que conmigo, juegan tenis y están aprendiendo equitación. Mi hija, con toda su inocencia, para el cumpleaños me pidió las botas de montar. Imagino la cara que puse que desde ese momento no me habló más del tema.
― Avance señor −me dijo el que estaba detrás de mí porque yo me había quedado como dormido.
La fila avanzaba muy lentamente pero todos parecían acostumbrados. Varios tenían libros o revistas que leían durante la espera. Yo miraba el reloj y pensaba en mi jefe.
Casi a las doce, pocos metros antes de la ventanilla, observé que todos los que estaban cerca tenían unas boletas rosadas pero ninguno un cheque judicial como el mío y dudé si estaba en el lugar indicado. Me acerqué a un empleado y le dije:
― Señor, ¿para cobrar un cheque es acá?
― ¿Un cheque o una libranza judicial? La libranza es bastante más grande
― Una libranza… de un juzgado ¿dónde la pagan?
― Acá no es, acá solamente recibimos depósitos, tiene que ir a la planta baja, ahí se hacen los pagos –respondió sin mirarme mientras seguía operando su computadora.
― Hice toda esta fila… –protesté mientras señalaba los metros que había recorrido dentro del banco- ¿no podrá hacer algo para que me atiendan? Estoy desde las siete de la mañana dando vueltas…
― Yo no puedo hacer nada. Vaya abajo y pregunte por un supervisor.
Casi corriendo bajé hasta la planta baja y solicité que me atendieran pero para hablar con un supervisor primero tenía que ver a la señora Ofelia. La señora Ofelia atendía en el entrepiso y cuando pregunté por ella tenía adelante cinco personas. Me puse en la fila y esperé al lado del palo de agua. Allí me sorprendió una imagen de la virgen de la medalla milagrosa que estaba entronizada en el lugar. Mientras me hacía la señal de la cruz observé un muchacho mirando para la escalera con actitud expectante. De pronto tomó una flor de las que la imagen tenía en un jarroncito a sus pies y se la entregó a una chica muy bonita que bajaba. Los galanes de hoy no tienen escrúpulos, me comentó el hombre que estaba detrás de mí.
Finalmente fui atendido por la señora Ofelia, que me explicó que tenía que hacer la fila porque estaban cansados de las excusas de la gente y de los abogados para evitarla. Insistí con respecto a que yo decía la verdad, que nunca mentía, pero no hubo caso.
Tuve que volver a la planta baja. La fila daba varias vueltas en caracol por el recinto y estaba controlada por un policía. Le pregunté si me dejaba pasar porque mi padre estaba en terapia intensiva y lo iban a operar. Me contestó que no, que la de terapia intensiva era una de las mentiras más usadas, le ofrecí dos pesos pero me miró con cara de ofendido, aunque enseguida me comentó por lo bajo que había cámaras por todos lados, que no podía hacer nada y que hiciera la fila.
Un abogado -después de guiñarle el ojo al hombre de seguridad- se puso a hablar por su teléfono celular pese a los carteles que lo prohibían. Yo llevaba cinco horas parado, me dolían las piernas y tenía hambre y sed. Caminé hasta una máquina de gaseosas, puse una moneda y la tragó. No quise poner otra por temor a mi reacción y sus consecuencias si sucedía lo mismo. Volví a la fila tratando de tranquilizarme, prendí un cigarrillo pero una señora, con cara de suegra que sospecha algo, me lo hizo apagar no sin antes recordarme que estaba prohibido por ley.
Al rato, gracias a Dios y a mi paciencia, llegué al puesto de atención del operador. Eran exactamente las trece y quince (a esta altura yo miraba la hora todo el tiempo, como un loco). Empecé a sentarme con un suspiro mientras le extendía la libranza.
– ¡Apúrese, que no va a llegar! −me dijo sonriendo mientras codeaba a su compañero de la derecha para señalarle una morocha de minifalda.
– ¿Adónde? -contesté mientras me levantaba desconcertado.
– Al Banco Nación. Esto no se paga acá, es del fuero civil. En este banco pagamos giros comerciales y laborales, el fuero civil lo paga el Nación. Apúrese que tiene horario de tribunales y cierra a las trece y treinta. Es acá nomás, a una cuadra. −y dirigiéndose al otro empleado y mirando a la morocha, agregó−: qué fuerte está esa mina.
― En el juzgado me indicaron que era el banco de la calle Uruguay… ¿no es éste? −protesté.
― No, no es este... usted tiene que ir a Uruguay y Lavalle −insistió levantando el tono y algo molesto.
Salí corriendo, encaré la puerta giratoria al revés y quedé trabado con un petiso de traje y portafolios que entraba más apurado que yo. Le pedí disculpas. Me mandó al carajo. Ni recuerdo cómo crucé la avenida Corrientes. Llegué unos minutos antes que cerrara el Banco Nación y me puse al final de una larga fila después de subir al primer piso. El corazón se hizo notar y me descubrí totalmente sudado y para colmo, cuando estoy nervioso, sudo con olor.
Pasados unos quince minutos me empezó a agarrar un tenue dolor de panza. El carácter de tenue fue demasiado breve para mi gusto y al rato tenía unos retortijones terribles. Le pregunté a un empleado por el baño para el público pero me contestó que no había. Le juré por mis hijos que no iba a hablar por teléfono celular a escondidas pero que me dejara pasar al baño. No puedo señor −dijo− por motivos de seguridad no es posible.
Miré los metros que faltaban hasta la caja y comprobé que no llegaba. Rápidamente, con pasos cortos y apretando fui hasta la entrada y le dije al que controlaba la puerta que volvería enseguida.
― Tenga en cuenta que si se retira no puede volver a ingresar porque el banco ya está cerrado.
― Hermano, tengo que cobrar un cheque judicial pero me estoy cagando −dije en voz baja−, por favor, comprendeme.
Habrá sido mi cara de desesperación o que el hombre recordó su peor descompostura, pero el hecho es que me dejó salir con la promesa de que volvería pronto.
Con lo justo llegué al bar que estaba cruzando la calle. Ingresé sin siquiera saludar preguntando por el baño que, como suele suceder, se encontraba al fondo y a la derecha. Crucé todo el local corriendo −no exagero− y de pronto, cuando estaba por entrar, escuché:
– ¡El baño es solo para clientes!
– ¡Cuando salgo tomo cualquier cosa y te pago! –grité−, la reputa que te parió −agregué por lo bajo mientras me sacaba el saco, me desabrochaba el pantalón y me zambullía dentro−.
No tenía donde colgar el saco y lo sostuve en una mano, con la otra tomé la parte baja de los pantalones por miedo a que rozaran el piso que estaba mojado y sucio...

Superado el momento, una vez transcurridos los interminables minutos en los que uno siente que no hay nada, pero absolutamente nada en el mundo más importante que eso, tomé conciencia que no tenía papel. Revisé mis bolsillos con desesperación, un boleto de colectivo chico y nada absorbente, unas pocas monedas, no tenía la citación del juzgado ni tampoco el sobre alargado en el que la enviaron.
De pronto me descubrí inmóvil, como hipnotizado. En pocos segundos repasé en un torbellino de imágenes mi matrimonio y su debacle –como dicen les sucede a los moribundos con su vida pocos instantes antes de morir– y reviví los insultos, los reclamos, los engaños y las bajezas que tanto mi ex mujer como yo cometimos. Tuve ganas de llorar y creo que lo hice. Tomé entonces la libranza judicial que tenía doblada en cuatro en el bolsillo de mi camisa, putié con el alma y me limpié el culo con ella.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

me hiciste cagar de la risa a tal punto que no sé si sos comediante o realmente fuiste el personaje de esta anécdota.

Anónimo dijo...

Horacio, nos veiamos muy seguido cuando trabajaba en CFA. Me dabas los saldos, y cualquier quilombo con cheques hablaba con vos. Mientras esperaba a veces me dabas tus revistas de fotografia, o algun album de fotos tuyas. Y cuando cumplias años algun vino te llevaba. Me fue muy grato encontrar este cuento de pura casualidad, mientras googleaba como carajo es el sistema de transferencias para sumas mayores a 30.ooo, en banco provincia (tenes para varios cuentos ahi) y vi tu nombre e hice click de curioso. Muy bueno el cuento, en especial gracioso para los que conocemos y vivimos las vueltas del asunto. Espero que andes bien!