La venganza

Se odiaron desde los años de la escuela primaria en que unas figuritas fueron la excusa para agarrarse a trompadas. Lo único que compartieron –hasta que se enteraron- fue una novia que en la adolescencia hizo que entre ellos las cosas empeoraran.
El barrio entero supo, al poco tiempo que Pedro partió hacia Paraguay, que el motivo por el cual Evaristo juró matarlo fue que embarazó a su hermana y la abandonó enseguida y todo lo hizo con el único propósito de joderlo a él.
La distancia y los años hicieron que la venganza se demorara hasta esta tarde, en un boliche de mala muerte, en Pompeya, después de cincuenta y tres años de haberse visto el rostro por última vez.
Evaristo espera a Pedro sentado a una mesa junto a la ventana. Lo espera porque sabe que vendrá. Le han dicho que concurre a diario a media tarde y se sienta siempre en la mesa de la ventana, la mesa que ahora él ocupa. Sabe, porque lo conoce, que lo enfrentará para ocupar su lugar.
El hombre palpa el cuchillo que tiene en el cinto y al tocarlo recuerda y su odio crece y su mano se crispa sobre el mango del puñal.
Evaristo espera. Sus manos tiemblan, aunque no de miedo; los años han hecho su tarea. Con impaciencia mira constantemente por la ventana y hacia la entrada. El sol sobre su cuerpo lo adormece un poco.
Luego de unos minutos, en que el humo del cigarrillo que le prohibieron y que de todos modos fuma lo distrae, escucha el ruido de la puerta del local. El hombre que acaba de entrar se dirige hacia él mientras el frío metal del cuchillo contra su mano se contrapone con el calor que le sube a la cabeza desde su infancia.
Pedro se acerca con pasos lentos, se sienta con un quejido profundo sin mirarlo, como si Evaristo no existiera. Parece perdido. Evaristo le habla, le dice quien es y que va a matarlo, pero al pronunciar estas palabras nota que la mano que aprieta el puñal se ablanda, sube y se enlaza con la otra que sobre la mesa juguetea con el plato de maníes ya vacío.
Pedro no se sorprende por la amenaza, hasta le produce cierto alivio la idea. Habla de errores y de arrepentimientos, de un hijo que no quiere conocerlo y de una vida desperdiciada. Evaristo no sabe que decir, prende un nuevo cigarrillo y se pone a mirar la caída del sol sobre las chimeneas mudas de una fábrica cerrada hace años.
Ambos piensan en un pasado que quisieran cambiar. Al rato, casi al mismo tiempo, se levantan y se van sin hablar. En el bar quedó el ayer y la razón por la que Evaristo vivió, quizás la única.

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