Por la Aurora

El caballo negro iba al paso. Su jinete, de mirada torva, avanzaba como si un punto en el horizonte lo hubiera hipnotizado y lo atrajera hacia allí sin remedio, indefectiblemente. Hombre y animal parecían uno solo. Y casi lo eran pues habían emprendido la marcha hacia el lugar del encuentro varios días atrás. El ceibo grande, tras las lomadas de la pulpería vieja los esperaba.
El otro caballo, el tordillo, llevaba un trote lento. Su jinete, que se dirigía también hacia el árbol en donde se había concertado la cita, acomodaba nerviosamente su sombrero y refrenaba al animal que parecía querer galopar.
Llegaron al lugar a horario, casi coincidiendo. La otra coincidencia en sus vidas había sido, lo era todavía, una mujer, Aurora.
Llegaron y detuvieron sus caballos uno al lado del otro pero manteniendo cada uno la dirección que traían. Sus cuerpos quedaron a escasos centímetros y cruzaron sus miradas sin decir nada, sin que ninguno tomara la iniciativa de extender la mano para el saludo que rompiera la frialdad del encuentro.
Pasaban los segundos como en esas películas francesas en la que los silencios tienen, o al menos así lo pretenden sus directores, un significado especial.
El hombre del caballo negro con un imperceptible gesto, alzando unos centímetros su mentón, invitó al otro a hablar.
− Cómo dice que le anda yendo? –preguntó el del tordillo
− Se vive.
− Con quién se vive? -apuró sin más.
− Quiero que sepa que la Aurora se fue a vivir con su tata hasta que usté y yo arreglemos este asunto.
Los caballos se movieron nerviosos como contagiados por sus dueños.
− No soy hombre de hablar mucho -dijo el del tordillo- Usté sabe bien que la Aurora es mi mujer y las cosas tienen que volver a su lugar.
− La Aurora era su mujer pero usté estuvo huyendo de la policía por cinco años y ella necesitó consuelo, ya sabe. Además le llegaron cuentos que usté tenía otra.
− Si tenía o no tenía otra mujer no es asunto suyo. La cosa es que la Aurora es una y nosotros somos dos y esto así no puede quedar.
Ni el viento se atrevió a quebrar el silencio de ese momento y ni un pájaro cantó en leguas a la redonda.
− Creo que los dos sabemos lo que hay que hacer, no hay mucho más que hablar –murmuró casi sin mover los labios el del tordillo.
Como en una coreografía irremediable ambos hombres revolearon su pierna derecha por sobre sus caballos y se apearon. Lentamente los dos llevaron los animales hasta la sombra de un árbol en donde los ataron.

Volvieron caminando juntos buscando otra sombra, la que sería testigo del desenlace.
− Ha llegado la hora -dijo el que había venido al trote.
− Estoy preparado –contestó el que había llegado al paso.
− Con las suyas o con las mías.
− Me da igual, no desconfío de usté, pese a todo.

El del tordillo gritó: sin flor y al mejor de tres, sacó las cartas y se jugaron a la Aurora al truco.

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