Una pared, un patio y un amor

Cuando trepé por primera vez a lo más alto de la pared, me sentí ansioso por bajar y al mismo tiempo por mirar del otro lado. Por bajar, porque si mi vieja me descubría observando la casa de los vecinos del fondo, recibiría un reto seguro; y por mirar, porque durante mucho tiempo imaginé tras el muro un patio especial. No se por qué, pero lo soñaba como una plaza, con sube y baja, tobogán y hamaca.
Uno de mis pies se apoyaba inseguro en la saliente de un ladrillo, sostenido apenas llegué a ver los dinteles de las puertas y el techo de la casa, pero no pude ver el patio.
No recuerdo qué edad exacta tenía, no es importante. Tampoco la altura de la pared, o el motivo por el cual me largué tan bruscamente.
No he olvidado, eso sí, el yeso en mi pie izquierdo, a mi viejo volviendo apurado de comprarme una linternita que fallaba y sólo agitándola bruscamente encendía, a mi abuela repitiendo “¡pobrecito, pobrecito!”, la ternura de mamá y mi alegría al salir por el barrio para responder las preguntas sobre mi accidente.
Pasaron los días y el dolor iba desapareciendo, en inversa proporción a las ganas de subir nuevamente y ver el patio en cuestión.
Por aquel entonces ya estaba matemáticamente comprobado que: “una siesta, más un nene aburrido da como resultado molestar a los padres o hacer algo prohibido”.
Como no quería despertar a mis viejos ni a mi abuela me dirigí, con más experiencia en escalamiento urbano, a la pared del fondo. Y en la soleada tarde de un caluroso verano en los ’60, lo logré.
Fui mirando como en ortodoxo paneo cinematográfico, de izquierda a derecha el patio en cuestión. Fueron apareciendo macetas de un rojo olvidado, con plantitas que clamaban por el atardecer y unas baldosas de un color sin nombre, que habían perdido por “knock out” con el tiempo. De pronto la vi, sentadita en el piso, bajo la galería, jugando con unas muñecas. Quizás porque me moví o por incipiente intuición femenina, giró su cabeza y me miró. Percibí inquietud en su rostro al dibujar el gesto característico de quien está por gritar y al tiempo de levantarse soltó una muñeca que fue a caer al sol y panza arriba, cerrando los ojos como asustándose también. Se acercó a una puerta abierta a través de la cual se veía, entre las cortinas blancas tejidas al crochet, un ventilador enorme, de los que se usaban por esos años. Con las manitos apoyadas en el marco, con la actitud de avisar pero sin dejar de mirarme, sonrió. Esa sonrisa se instaló en mi alma. Me empezaron a temblar las piernas y sentí algo nuevo, algo especial. Con el tiempo comprendí que ese fue el instante en que me enamoré por primera vez.
Las trepadas a la pared se reiteraron muchas veces pero nunca nos hablamos. Supe que su nombre era Martita porque escuché a sus padres llamarla. Pensaba en ella con ese sentimiento puro, irrepetible, que no conoce las palabras caricia, abrazo o beso, que van apareciendo en los amores futuros.
Sólo una vez nos cruzamos en el barrio, cada uno de la mano de su mamá. Nos miramos sorprendidos y simplemente reímos, nada más, nada menos.
Nos mudamos un invierno. Ella no jugaba en el patio en invierno, por lo menos no lo hizo cada vez que subí a la pared cómplice, así que no me despedí. Nunca estuvimos juntos, sin embargo la recuerdo cercana. Desconozco si supo mi nombre y si con los años intuyó que fue, sin dudas, mi primer amor.

Hoy la casa donde viví se remata judicialmente, se puede visitar y aquí estoy. En la casa de ella vive mucha gente, supongo que ocupantes ilegales.
Eludiendo autopistas y dúplex, ambas casas están igual. Aunque decir igual es mentir. Mi patio era más grande, mucho más alta mi pared y el patio tras ella no era feo, gris, triste y lejano, muy lejano como es hoy.
Acabo de bajar de la pared. El pantalón, al igual que uno de mis zapatos, quedaron sucios con el polvo de los ladrillos pero no los sacudo. Camino hacia la puerta mirando sin mirar y me duele la nostalgia como nunca antes.
Quien diga que por cumplir cuarenta años, estoy en la crisis de la edad y es el motivo por el que vine a esta casa y subí nuevamente a esta pared, quizás tenga absoluta razón.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Dulce, un recorrido por la infancia que transitamos, y la identificación con el amor, ese amor que tiene la categoría de ser el primero , ese patio con "baldosas color sin nombre", la nostalgia de la vuelta al lugar dónde fuimos niños y las crisis, ¿por qué no? de volver a querer con la inocencia de la primera vez.
Gachi

Silvia Macario dijo...

Hermosa historia. Tiene algo que ver con la foto del patio con la muñeca?

Mariana Marziali dijo...

Horacio, tu relato me emocionó, realmente, quién no tiene historias de la infancia que atesora, quién no desea volver a esa casa donde pasó tan lindos momentos en la infancia?. Y el primer amor, inocente y mágico, quién no lo recurda con una sonrisa?
Cariños.
Mariana