El vestido

Tengo la excusa del cansancio del viaje y de la alta temperatura. Por otra parte había tomado mucho, dormido poco y el hombre dijo ser historiador. De todas formas me avergüenza el relato que paso a contarles.

El casamiento de un sobrino me llevó hasta General Madariaga, ciudad del sudeste de la Provincia de Buenos Aires, cercana a Pinamar.
La ceremonia fue sobria y la fiesta tuvo música en vivo y bailamos mucho entonados por buen vino y champagne. Terminó a las siete de la mañana; de allí llevé a mi hermana Rosalía –la madre del novio- hasta su casa y no pude negarme a tomar unos mates para comentar las emociones de una noche tan especial.
Me fui para el cuarto en que dormiría ni bien pude pero cuando entré estaban todos los regalos sobre la cama. La tarea de sacarlos –y el miedo de romper algo- motivaron que tomara la almohada, me desvistiera rápidamente y me acostara en el piso.
No llegué a dormir ni cuatro horas porque Rosa me despertó golpeando con insistencia la puerta para decirme que venían a buscarme para comer un asado. Era una pareja con los que conversé un rato largo durante la fiesta a los cuales –lo recordé en ese momento- les había aceptado la invitación a almorzar en su casa.
Mi hermana no me hizo caso cuando le dije: “¿les podés decir que fallecí?” por lo tanto tuve que levantarme. Fuimos con el auto aunque solo vivían a cuatro cuadras.
El hombre había preparado una picada y ni bien llegué puso un vermouth en mi mano. Le dije que teniendo en cuenta el festejo de la noche anterior no tenía mucho apetito y que no quería beber, pero nada lo hizo desistir. Se ofendía si no tomaba, se enojaba si no comía.
Durante la comida conversamos de trivialidades que no merecen mayor comentario pero que aumentaron mi dolor de cabeza. De todas formas lo importante para el relato –y para justificarme como ya he citado antes- son las diferentes causas que motivaron mi deplorable estado físico.
Después del asado y antes de volver a la casa de mis familiares me dirigí hacia la estación. Siempre me fascinaron las estaciones de tren. Y las antigüedades. Y en la estación de tren de General Madariaga está el museo. Entré quizás buscando el silencio que no tendría en la casa de mi hermana.
En un pequeño edificio, prolijamente dispuesto pude ver el mostrador de una pulpería con la máquina registradora de la época, la ordenanza “prohibido salivar en el piso” en su cartelito de lata con fondo azul y letras blancas y un daguerrotipo de un indio. Realmente me sorprendió más imaginarme al fotógrafo que se aventuró hasta estos parajes por aquellos años que el indio propiamente dicho. Otros elementos campestres algunos bastante antiguos y otros no tanto completaban lo exhibido.
Casi terminaba de recorrer el lugar cuando reparé en un vestido que estaba desgarrado en dos lugares por el frente. De confección simple estaba ubicado en un pasillo y su tela con flores pequeñas denotaba delicadeza. Quien lo vistió debió ser una mujer muy alta. Quedé sorprendido al observarlo por detrás y encontrarme con dos enormes agujeros en la parte baja de la espalda y manchas en toda la zona. De inmediato quise leer la referencia que supuse estaría al pie, pero no había indicación alguna.
Continué observando otros elementos pero me sentí atraído nuevamente por la prenda. Tomé el maniquí por la base y lo giré para observar con mejor luz. No cabía duda –a mi entender- que las manchas eran de sangre y que los orificios habían sido causados por el arma homicida. Imaginé un hombre muy fuerte con un facón en la mano.
Ni bien salí del museo le pregunté sobre el vestido a la señora que me abrió la puerta pero me contestó que el encargado del lugar no se encontraba. Ella manifestó que sólo me había abierto la puerta para que no me fuera sin ver parte de la historia de la zona.
Le agradecí y crucé la calle para ir a buscar el auto. Sentí sed y observé un bar a media cuadra. Fui hasta allí y me acomodé en el mostrador. Pedí una gaseosa con hielo mientras sacaba del bolsillo una aspirina. Me sorprendió la voz ronca de un viejo que desde una mesa gritó: ¿se paga una ginebrita, compadre?
Creo que sonreí, tomé la gaseosa y me dirigí a la mesa del viejo después de indicarle con una seña al mozo que le sirviera la bebida al hombre.
Mientras me sentaba observé el lugar. Dos hombres jugaban a los dados y otros cuatro truqueaban a los gritos. Otro, solo, leía un libro en la única mesa a la que llegaba el sol que ingresaba en forma oblicua. Me sequé la frente y la nuca con el pañuelo y pedí otra aspirina.
El hombre me miró y mientras estiraba su mano se presentó: “Cepeda –me dijo– Lucio Cepeda”. Lo saludé y pude ver unos ojos pequeños, vivaces y algo esquivos. De cerca parecía más joven. Le pregunté, mientras observaba que el hombre vestía bien, si sabía sobre el vestido manchado que estaba en el museo. Se quedó pensativo un buen rato hasta que dijo: “ese vestido tiene su historia… pero no es algo que se pueda contar. Mejor dicho, no es una historia para escuchar”.
Lo miré a los ojos sin pestañar y no me gustó lo que vi, o quizás ahora imagino que sospeché de él. El hecho es que después de pedirme que lo invite con otra ginebra me dijo que era historiador, pero de los historiadores que dicen las cosas como son. Se despachó a continuación con un discurso que pormenorizó varias de las mentiras que debemos soportar en los libros de historia. Se refirió –entre otras cosas– a cómo puede ser que durante años repetimos como tontos que French y Berutti pasaron a la historia por repartir cintas celestes y blancas en 1810, cuando en realidad eran los principales activistas de la revolución Y me aseguró que San Martín cruzó la cordillera de los Andes en camilla aunque todos los cuadros lo pintan sobre un caballo blanco inmaculado.
Luego de pedirme que lo invite con otra ginebra prometió contarme la historia del vestido ensangrentado.
Le trajeron la bebida; después que le llenaron la copa tomó la botella y la retuvo sobre la mesa mientras miraba mis ojos como una lechuza para que yo asintiera. Una seña bastó para que el mozo se retirara dejando la ginebra. Cepeda apuró la copa que le habían servido y la llenó otra vez. Y a partir de ese momento comenzó con el relato de la historia que no se podía contar.
Lo escuché en silencio, aturdido. En silencio porque lo que me contaba era sorprendente. Aturdido por el calor, por los gritos de los que jugaban a las cartas, por el cansancio y porque me costaba imaginar la escena. Le pregunté si su información era precisa y el hombre se ofendió, contestó que él era el historiador oficial de la zona, que con sus libros habían estudiado generaciones de chicos, pero que no podía contar la verdad porque se lo habían prohibido. Agregó que podía preguntarle a quien quisiera por Cepeda, por Lucio Cepeda –dijo- y se paró golpeando la mesa con el puño, que preguntara nomás que confirmarían sus antecedentes.
Le di la mano al despedirme y salí a la calle. Caminé hacia el auto pensando en la historia que nos mienten. Cuántas cosas nos habrán contado cambiadas, modificadas. Me sentía mal, me sentía engañado. Vomité junto a un árbol.
Al llegar al auto me di cuenta que no tenía la llave, la había olvidado en el bar. Regresé sobre mis pasos y al entrar observé a todos los parroquianos de pie rodeando a Cepeda. Se reían a carcajadas. Cuando me acerqué y me vieron se callaron de inmediato, como avergonzados. Recogí la llave que encontré en el piso. Miré a Cepeda pero me esquivó. Observé que los otros se fueron cada uno a su mesa, sin hablarse.
Salí pensando en la actitud de los hombres del bar. Me encaminé nuevamente hacia el auto…las carcajadas, el que no me miraran a la cara; pensé en la historia… y en la ficción. De pronto me subió un calor indecible desde el estómago a la cabeza y mi primera intención fue volver, regresar al bar y agarrar a trompadas a ese viejo borracho y ladino. Pero solo fue un impulso. Me apoyé en un árbol, a la sombra, y comencé a reírme sin parar por un rato. Reí de cansancio, reí por no llorar porque sólo a mí, si, sólo a un porteño poco leído pudieron hacerle creer que la verdadera historia del vestido ensangrentado fue que había sido usado por Juan Moreira cuando disfrazado de mujer intentó infructuosamente escapar del Sargento Chirino.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Horacio: No solo vi tus magníficas fotos sino que me entretuve mucho con tus cuentos y textos . Te mando un abrazo . Te felicito ! : Maggie (Atienza)

Silvia Macario dijo...

jajajaja!!!!! A esto sí que no me lo esperaba.
Brillante!

Anónimo dijo...

Horacio este cuento es realmente un lujo como todos tus cuentos...
Te felicito. Con afecto Celia.