La voz

Recostada en el sillón del living observé durante largo rato, a través del ventanal, una rama sacudida por el viento. Sus últimas hojas resistían la inminente caída cuando pareció anochecer de golpe.
Densos nubarrones mataron aquella tarde de Buenos Aires antes de tiempo y se levantó frío. Me incorporé y encendí las luces de inmediato.
Tomé nuevamente el libro que había abandonado pero no tuve ganas de seguir leyendo. Me encontraba vacía sin mis hijos. Su padre los había venido a buscar un rato antes y los traería el domingo, igual que cada fin de semana desde hacía cuatro meses.
Prendí la televisión. Una mala película fue interrumpida sistemáticamente por publicidades que repetían sin cesar las virtudes de ‘internet’, afirmando además que quienes no tuvieran ‘e-mail’ serían marginados de fin de siglo.
Fui hasta el dormitorio y abrí un cajón que acomodé pensando en realidad en mis cuarenta y tres años, en los kilos de más, en la separación y en que me había prometido -y a mi analista también- empezar a salir.
Finalmente me decidí vistiéndome a las apuradas para no cambiar de opinión. Al hacerlo tomé conciencia que necesitaba depilarme, pero con una mueca que intentó ser sonrisa me dije: “el verano y los hombres están lejos todavía”. Dejé encendidas la luz del dormitorio, del living y del pasillo y salí.
El viento frío me dio ánimo y me sentí mejor. Fui en taxi hasta el Shopping más cercano en donde había varios cines. La película la elegí por el título, saqué la entrada y como faltaban unos minutos me puse a caminar.
Estaba mirando la vidriera de una lencería cuando una voz a mis espaldas, contestando un llamado por intercomunicador de mano, dijo: "¡Afirmativo! Estoy en el primer piso, sector cines, después bajo, después bajo... ¡cambio!". Quedé paralizada, mis sienes comenzaron a latir mientras cortinados negros se desplegaron a mi alrededor. Otra vez escuché ‘la voz’ mientras un dolor en el pecho me dobló y en cuclillas apreté la cartera contra mi cuerpo como abrazándome yo misma. No tenía fuerza para incorporarme, no quería darme vuelta ni mirar.
'La voz’, muy cercana y casi en mi oído, preguntó: “¿se siente bien?”
Siempre supe que reconocería ‘la voz’ entre miles y comencé a llorar sin poder contenerme.
Giré levemente la cabeza, sólo llegué a ver, de manera difusa entre mis lágrimas, a un hombre con uniforme de seguridad que parado junto a mí insistía en hablarme.
En un instante ‘la voz’ me arrojó por un tobogán siniestro. Fui a dar en aquel sótano húmedo y maloliente donde me tiraron una tarde lluviosa de agosto del 76, después de un viaje en un Ford Falcon verde manejado por los dueños del miedo. El traslado en el auto, cuya patente fingían pagar los militares que unos meses antes habían derrocado al gobierno, incluyó golpes, amenazas y tirones de pelo hasta que me taparon la cabeza con un trapo.
Siempre estuve encapuchada y todo fue oscuridad en aquel pozo en donde mi único contacto fue ‘la voz’. Se acercó varias veces por jornada y preguntó cosas para las que no tenía respuestas. Insultos, vejaciones y picana en interrogatorios inexplicables para mí que no militaba en política ni pertenecía a grupo estudiantil alguno. Escuché, muy cerca, los gritos de torturados que soportaban a 'sus voces' mientras la mía, a mi lado, me tocaba y reía, disfrutando al someterme.
Volví a la realidad cuando un pibe, que corría con un globo con forma de espada, me golpeó. Asistida por la madre del chico logré levantarme y empecé a caminar como pude, rechazando de mal modo la ayuda que algunas personas me ofrecían. Me descubrí mojada por el dolor y pensé en mis hijos para darme fuerzas.
Continué caminando unos metros, pero algo dentro de mí hizo que me detuviera. Levanté la cabeza, inspiré profundamente y al tiempo que me secaba los ojos con el dorso de las manos, volví sobre mis pasos.
Me dirigí directamente a ‘la voz’ y me detuve frente a él, cara a cara. Me encontré con un hombre de unos cincuenta y cinco años, de pelo corto, mentón alzado y mirada arrogante.
Reprimí, no se por qué, el cachetazo que junto a mí reclamaban treinta mil almas, y agitada por fuera pero increíblemente serena en mi interior, le dije mirándolo a los ojos: "Hijo de puta, soy una de las que torturaste en los sótanos, en el 76".
No tuvo fuerzas ni para negarlo, no supo qué decir. Lo dejé vencido, con la cabeza gacha, como sin alma, y llevé conmigo la pizca de dignidad que tal vez le quedaba.
Salí del Shopping, respiré aire fresco nuevamente y decidí caminar las cuadras que me separaban de casa.
Esa noche, antes de acostarme, apagué una a una todas las luces. Por primera vez en veintitrés años logré dormir a oscuras y sin miedo.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Un relato sentido, una realidad que duele, la soledad como protagonista en un principio, la sorpresa de lo inesperado, las metáforas que describen los sentires más profundos "la voz" "un tobogán siniestro", un hecho que irrumpe la narración, la memoria inevitable y un final liberador.Me gustó, emocionó y dolió.
Gachi

Silvia Macario dijo...

A un amigo mío le ocurrrió algo muy parecido. Esa "voz" lo violó en las profundidades del Pozo de la ex jefatura de policía 8 veces,como yapa a todas las demás torturas como el submarino seco y húmedo, la picana y las quemaduras de cigarrillos. Sintió la Voz muchos años después,mientras caminaba por la peatonal con su hija menor en brazos. Se orinó en ese mismo momento no pudiéndose perdonar la impotencia que lo congeló para ir a encararlo.

Manuel dijo...

¡Que pesadilla!
Y todavía estamos pagando las consecuencias de "eso".
Hicieron mierda a una generación.
Vos fijate, y esto lo digo en forma independiente a que apoye o no a este gobierno, este gobierno es para muchos... ¡Marxista!
Uno tipos que se corren a la izquierda cuatro milímetros ya no son tolerados por una enorme masa de la sociedad.
Creo que no tenemos ninguna visión histórica.
El otro día la escuché a Estela de Carlotto afirmar que si se hubiera parado el golpe del '55 no se hubiera producido el del '76.
Lo decía como una profunda crítica propia, ya que ella había apoyado ese golpe, y le había costado una hija y un nieto.
Tal vez para ella la visión llegó tarde, pero deberíamos nosotros aprovechar esa lucidez para no embarrarla (por no decir cagarla) de nuevo.